“Soy el único habitante de mi pueblo”

En el corazón de Pontevedra, en el municipio de Rodeiro, hay varias aldeas con tres o cuatro viviendas. Una de ellas es Villarabid, en la que solo hay un habitante empadronado… Y no se quiere marchar.

¿Os imagináis cómo es la vida en absoluta soledad, cuando los servicios a tu alrededor cada vez son menores o desaparecen? Poneos en su lugar, e imaginemos juntos como es la vida de esa persona que es el último habitante de este lugar que una vez vibró con risas, conversaciones y sueños compartidos.

“Recuerdo cuando llegué aquí hace más de cinco décadas. Era un joven lleno de ilusiones, atraído por la belleza natural de estas tierras y la tranquilidad que ofrecían. En aquel entonces,  Villarabid contaba con una comunidad pequeña pero unida. Las fiestas patronales eran momentos de alegría donde todos nos reuníamos para celebrar. Sin embargo, con el paso del tiempo, las circunstancias fueron cambiando. La juventud se marchó en busca de oportunidades en las ciudades; las familias se desintegraron y los ecos de las risas comenzaron a desvanecerse.

Hoy, mi día a día transcurre entre la rutina y la nostalgia. Me despierto al amanecer, cuando el canto del gallo resuena en el silencio del pueblo. Salgo al exterior y me encuentro rodeado por la naturaleza: los árboles susurran al viento y el río murmura historias antiguas. A veces me siento afortunado por poder disfrutar de esta paz, pero otras veces la soledad pesa como una losa sobre mis hombros.

Mis tareas diarias son simples pero significativas. Cuido del pequeño huerto que he cultivado con esmero; aquí planto tomates, pimientos y algunas hierbas aromáticas. La agricultura ha sido mi compañera fiel en esta vida solitaria. Cada cosecha es un motivo de celebración, un recordatorio de que aún puedo contribuir a algo más grande que yo mismo.

Sin embargo, hay días en los que la soledad se siente abrumadora. Echo de menos las charlas con mis vecinos sobre el clima o las últimas noticias del pueblo; echo de menos el bullicio que solía llenar las calles. Mis únicos compañeros son los animales: un perro llamado Rocco que siempre está a mi lado y algunos gatos que han decidido hacer de mi casa su hogar.

A veces me pregunto qué pasará con Villarabid cuando ya no esté aquí. ¿Se convertirá en un recuerdo olvidado? ¿Se desvanecerá como lo han hecho tantas otras aldeas vacías? Es doloroso pensar en ello, pero también me impulsa a luchar por mantener viva la esencia de este lugar.

He comenzado a recibir visitas ocasionales: grupos escolares interesados en conocer la España vaciada o voluntarios que vienen a ayudarme con algunas tareas. Sus sonrisas traen consigo un rayo de esperanza; me recuerdan que no estoy completamente solo en este mundo cambiante. Cada conversación es un regalo, cada mirada curiosa una chispa que aviva mi espíritu.

Así sigo adelante, cuidando mi hogar y esperando que algún día más personas decidan regresar a estos pueblos olvidados o encontrar belleza en lo simple. Porque al final del día, lo que realmente importa no son los números ni las estadísticas; son las historias humanas que dan vida a cada rincón del mundo.

Y mientras haya vida en mí, seguiré siendo el guardián de Villarabid, esperando que algún día otros encuentren su camino hacia aquí y descubran lo maravilloso que puede ser vivir rodeado por la naturaleza y la historia”.

La España vaciada no es solo una cuestión demográfica; es una historia llena de emociones, luchas y esperanzas. En cada rincón olvidado hay vidas como la de este único habitante de Villarabid, historias que merecen ser contadas y escuchadas. Aunque estas aldeas sean solo puntos diminutos en el mapa, su existencia tiene valor; representan la resistencia ante la adversidad (esa KA) y el amor por nuestras raíces.

 

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